Opinión

El CEO Silencioso: Dirigiendo la Orquesta hacia la Excelencia Empresarial

El CEO Silencioso: Dirigiendo la Orquesta hacia la Excelencia Empresarial

Por Enrique Hagmaier, Consultor en Comunicación y PR

Toda orquesta es una empresa. No porque venda productos o cotice en bolsa, sino porque requiere de una visión clara, coordinación entre múltiples talentos, liderazgo inspirador, una estructura eficiente, y porque su éxito depende de la armonía entre partes distintas que deben sonar como una sola.

El director de orquesta es, en muchos sentidos, un CEO: no toca ningún instrumento, pero su batuta y expertise guían a todos. Su trabajo no se ve, pero se siente. La partitura es el plan estratégico. La ejecución es el concierto. Y si uno solo falla —digamos que una flauta esté a destiempo, un violín esté desafinado—, toda la experiencia se tambalea. Escuchar una sinfonía no es solo un acto cultural: también es una lección de liderazgo, de organización, de escucha activa. Pero para entender cómo llegamos a esta sofisticada metáfora sonora, hace falta mirar atrás.

Durante siglos, la música sinfónica fue el —digamos— soundtrack de los poderosos. Durante el barroco (s. XVII), Johann Sebastian Bach, Georg Friedrich Händel y Antonio Vivaldi —o como me gusta llamarle: el Michael Jackson de antes— escribían para iglesias, cortes y eventos solemnes. Su música era arquitectura sonora, construida con lógica matemática y finalidad divina. Con el paso al Clasicismo (s. XVIII) —favor de no confundir con Clasismo—, surgieron compositores como Haydn, Mozart y Beethoven, quienes comenzaron a darle a la música un carácter más estructurado y autónomo. Haydn “inventó” la sinfonía como género; Mozart la refinó; Beethoven la rompió en mil pedazos para llenarla de pasión, política y humanidad. Como diría el dicho, el sordo no oye, pero bien que compone. En ese proceso, la música sinfónica dejó de ser decorado aristocrático para convertirse en una forma de arte con voz propia. El público cambió: ya no eran solo nobles, sino burgueses cultos, mecenas, ciudadanos. La música empezaba a hablarle al individuo, no solo a la institución.

En el siglo XIX, la sinfonía se volvió emocionalmente más intensa y, de cierta manera, formalmente más libre. Compositores como Schubert, Brahms, Berlioz, Mahler, Bruckner y Rachmaninov escribieron obras monumentales donde la orquesta no era solo un conjunto de instrumentos, sino una extensión del alma. Escuchar sus obras es recorrer un paisaje emocional en tiempo real. Además, la música se volvió política, cultural y hasta territorial. Los compositores empezaron a integrar sonidos de sus tierras: Smetana en Bohemia, Grieg en Noruega, Mussorgsky y Tchaikovsky en Rusia. La orquesta, como las grandes marcas, se convirtió en vehículo de identidad nacional.

Con el siglo XX llegó la modernidad, y con ella, la ruptura. El austriaco Arnold Schoenberg eliminó la tonalidad con su sistema dodecafónico. Stravinski descolocó al público con ritmos agresivos y disonancias revolucionarias. Bartók investigó las raíces musicales húngaras con espíritu de antropólogo. En América, Aaron Copland y Leonard Bernstein desarrollaban un sonido sinfónico abierto, optimista, moderno. Y mientras Europa experimentaba con la atonalidad y América consolidaba su identidad sonora, México vivía su propio despertar sinfónico. En la primera mitad del siglo XX, compositores como Carlos Chávez, Silvestre Revueltas, José Pablo Moncayo, Blas Galindo y Manuel Enríquez fundaron una estética nacionalista poderosa, que fusionaba la modernidad orquestal con los ritmos y colores del folclore mexicano. Obras como Sensemayá (Revueltas), Huapango (Moncayo) o Sones de mariachi (Galindo) llevaron a la gran orquesta los sonidos del campo, la costa, la lucha social y el alma mestiza del país.

Estas composiciones no solo marcaron una identidad musical, sino que coincidieron con la institucionalización de la cultura en México. La creación del Instituto Nacional de Bellas Artes (INBA) en 1946, junto con el fortalecimiento de la Orquesta Sinfónica Nacional —fundada por Chávez en 1928— y la consolidación del Conservatorio Nacional de Música, impulsaron una política cultural donde la música sinfónica tenía un lugar privilegiado como emblema de modernidad y soberanía cultural. Más tarde, directores como Eduardo Mata y Enrique Bátiz asumieron un rol estratégico, casi empresarial: supieron ver en esta música un activo nacional, apostaron por el talento local, como un CEO apuesta por su equipo, y posicionaron las obras mexicanas en el mercado internacional mediante giras, grabaciones y alianzas institucionales. Gracias a su liderazgo visionario, la música sinfónica mexicana no solo fue arte: también fue marca país, estrategia cultural y una forma de decirle al mundo que México también sabe hablar en lenguaje sinfónico.

Pero fue el cine quien marcó el gran giro. La llegada del sonido al cine trajo una necesidad: música que acompañara la imagen. Y ahí surgieron los nuevos sinfonistas: Max Steiner (Lo que el viento se llevó), Erich Korngold (Robin Hood), Bernard Herrmann (Psicosis), Miklós Rózsa (Ben-Hur). La música dejó las salas de concierto y se mudó a las butacas del cine. En lugar de un mecenazgo real, ahora había estudios. En vez de un emperador, un productor de Hollywood. Pero el alma sinfónica seguía allí: la gran orquesta como transmisora de emoción, tensión, épica.

Pocas personas saben quién es un compositor contemporáneo de sinfonías “puras”. Pero casi todos reconocen los acordes de Star Wars (John Williams), el suspenso de Inception o Interstellar (Hans Zimmer) o la poesía de Cinema Paradiso (Ennio Morricone). Estos músicos —junto con Desplat, Newton Howard, Hildur Guðnadóttir, Thomas Newman, Howard Shore— se han vuelto los grandes sinfonistas del siglo XXI. Su música se escucha en salas llenas, aunque nadie vaya a verlos a ellos. Y es que el cine, hoy, es el nuevo palacio. La orquesta, su lenguaje secreto. El público no lo sabe, pero está siendo tocado por una sinfonía. Zimmer ha dicho que su trabajo es “hacer que una historia se sienta en el pecho”. Y lo logra combinando sintetizadores, percusión tribal, cuerdas barrocas y silencios cargados de tensión. Es sinfonismo 2.0.

Aún hay compositores que escriben sinfonías para salas de concierto. John Adams, Kaija Saariaho, Thomas Adès, Sofia Gubaidulina, Unsuk Chin, Tania León o Philip Glass; sus nombres circulan en el mundo académico, en festivales de música contemporánea, en círculos cultos. Pero no cruzan a lo popular. ¿Por qué? Porque hoy lo emocional se busca en el cine, no en una sala de conciertos.

Esto no es necesariamente una tragedia. Pero sí plantea una pregunta: ¿qué tipo de cultura estamos dispuestos a consumir sin estímulo visual? ¿Seguimos valorando la escucha profunda, o solo la música como fondo? Escuchar música sinfónica no es un pasatiempo elitista. Es un entrenamiento emocional. Una forma de desarrollar empatía, concentración, contemplación. Es exactamente lo que líderes necesitan: sensibilidad, timing, visión de conjunto, paciencia. Una sinfonía dura entre 30 y 90 minutos: no hay atajos, no hay algoritmos que la resuman. Hay que estar ahí, presente.

Ver a una orquesta funcionar es ver en acción los principios de una empresa bien liderada: Cada quien conoce su rol. La estructura es clara, pero hay espacio para la interpretación. El liderazgo no grita, sugiere. El éxito depende de la cohesión. Como en las mejores empresas, nadie brilla solo.

Más allá del negocio, escuchar música sinfónica es bueno para el cuerpo y el alma. Diversos estudios de neurociencia han demostrado que reduce los niveles de cortisol (estrés), mejora la plasticidad cerebral, y activa regiones del cerebro relacionadas con la memoria, el lenguaje y la emoción. Además, nos conecta con una idea olvidada: que no todo en la vida debe ser útil. Que el arte, a veces, justifica su existencia solo por ser hermoso. Y que en esa belleza está lo que más nos humaniza.

En un mundo de métricas, KPIs, ROIs, inteligencia artificial y eficiencia, elegir escuchar una sinfonía —ya sea en una sala, en el cine o en casa— es un acto de libertad. Es recordar que somos más que productores y consumidores. Somos seres sensibles, capaces de vibrar con un solo acorde. Y si al hacerlo aprendemos algo sobre el liderazgo, la armonía, la visión y el tiempo, pues mejor aún. Porque al final, una orquesta no es tan distinta de una empresa. Y una sinfonía no es tan distinta de una vida bien vivida: con estructura, pasión, disonancias, resolución, y momentos de belleza inesperada que lo cambian todo.

Aquí una playlist que te ayudara a dirigir como un CEO silencioso.

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Enrique Hagmaier

Enrique Hagmaier

Consultor en Comunicación y PR